miércoles, 22 de octubre de 2008

El fantasma catalán

POR mucho jaleo que monten los gansos capitolinos, Cataluña nunca será independiente. No porque España, moribunda, pueda impedirlo, sino porque Cataluña no quiere soltarse. De lo contrario, los constitucionalistas, en lugar de un madrigal de Soraya Sáenz de Santamaría, ya habría puesto una moción de censura.El separatismo vasco desea, en efecto, separarse de España, pero el separatismo catalán aspira sólo a controlar España. El separatismo vasco sería como ese menesteroso con dos botes de la sevillana calle de Sierpes: en un bote pone «Para whisky»; en el otro, «Para ginebra»; y entre los dos, esta declaración: «Al menos, no engaño». En cambio, el separatismo catalán, para pedir, siempre te cuenta una historia larga y tristísima sobre su madrastra. ¿España? ¡Ah, España! «Això és Espanya: una unitat mística forjada sobre el linxament i el genocidi, o, per ser més fins, una germanor a base de fogueres purificadores». Uno lee esto y se le saltan las lágrimas, claro. Pero ¿qué manera tiene un español de compensar el «genocidi»? Sólo una: acercarse al Banco y poner una transferencia. Ya sabemos que «parlar espanyol és de pobres i d´horteres, d´analfabets i de gent de poc nivell», aunque ¿para qué están los pobres de los países ricos, sino para sostener con sus donaciones a los ricos de los países pobres?Pobres de España, a sostener a los ricos de Cataluña. Por eso los viejos falangistas (los nuevos, o «falangistes taxidermistes», como los llaman en Barcelona, son los intelectuales del manifiesto antinacionalista) definían el catalanismo petitorio como una especulación de la alta burguesía capitalista con la sentimentalidad de un pueblo. ¡Ah, la sentimentalidad! «Es preciso tener mucho cuidado en no herir la sentimentalidad catalana -decía Cambó-. Aunque parezca lo contrario, ningún pueblo es tan sentimental como el de Cataluña».Este sentimentalismo cuesta mucho dinero y nació cuando España perdió sus colonias, y los fabricantes barceloneses, sus mercados. Había que conquistar el mercado interior. Y como sus productos no podían defenderse económicamente, inventaron el modo de imponerlos políticamente: inventaron el sentimentalismo de sablista con corbata, un fantasma, el fantasma catalán, que primero amenaza como el conejo de Alicia («me voy, me voy») y después negocia («a ver ese cheque, que igual me quedo otro rato»).Dicen que, como la sombra del padre de Hamlet cruza por la terraza del castillo de Kronborg, así la sombra del fantasma catalán -hábil, sinuoso, insaciable- pasó este fin de semana por los pasillos del palacio de La Moncloa, mientras los lémures -España es un país de lémures con una «visa» en el bolsillo- hacían la ola en el fútbol. Entre los lémures, cuando uno se lanza por un precipicio, todos lo siguen. Pobres.

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